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“Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”

Hoy, 5 de diciembre, es el Día Internacional del Voluntariado. Fecha cuyo origen se remonta al año 1985, en el cual la Asamblea General de las Naciones Unidas decidió que esa jornada fuera ofrecida a todas aquellas personas que dedican, de forma altruista, parte de su tiempo y su trabajo a acciones o conocimientos hacia las demás.


Por lo tanto soy de los que piensa que este día hay que acogerlo con orgullo, pero también con respeto, responsabilidad y, sobre todo con cuidado, con mucho cuidado. Pienso que esta sociedad netamente heteropatriarcal en la que vivimos está totalmente cimentada bajo la moral cristiana, la cual ha bebido, a su vez, de la filosofía griega antigua, amoldando conceptos platónicos a su doctrina. Es esta, según creo, la manera en la que se ha construido nuestra forma occidental de entender el mundo, y conforme a la cual actuamos (pensar, hablar y acción). Opino que conceptos como caridad, pena, culpa, pecado, ... los tenemos mucho más arraigados en nuestros corazones de lo que creemos, ¿no es así?


Estos conceptos, que en su origen no creo que fueran tan punitivos y verticales, se han ido convirtiendo en tales a lo largo de los siglos, demostrando que la historia tiene repercusión en el ahora. Teniendo en cuenta lo dicho, podemos entender expresiones tan comunes (y peligrosas) que nos salen naturalmente como “voy a ayudar a los negros de África”, “¡Qué pena me da esa refugiada!”, “pobre mujer indígena”, o comprender fotos en las que se observan personas (ricas) blancas con niños (pobres) negros. Maneras de actuar que demuestran un racismo sistemático innegable y una superioridad propia de aquellas personas que en vez de aportar, pueden llegar a ser tóxicas con respecto al proyecto y objetivo final.


Es por ello que todas las veces que sale a la luz el concepto de voluntariado se encienden en mí todas las alarmas. Soy de los que sinceramente piensa que el voluntariado es una forma vital para cambiar esta sociedad tan viciada de ego, de tal forma que compartiendo y acompañando de forma altruista a personas que en estos momentos lo están pasando mal, podamos, en cambio, recibir experiencias que nos puedan ayudar a ser mejores personas. Por que, no hay que olvidar, que pese a quien pese, también nosotras estamos llenas de mierda. También las personas europeas tenemos por delante un duro proceso de deconstrucción, después de tantos siglos de sistemática adquisición de prejuicios.


Por lo tanto, estoy a favor de un voluntariado que nos ayude, a través de un trato horizontal y humano con otras personas, a evolucionar como seres humanos. Sea recogiendo comida para gente que esta injustamente en la calle (incluso en medio de una pandemia mundial), sea donando ropa para aquellos seres humanos que se ven condenados, por unas leyes estructuralmente racistas, a cruzar mares y/o cordilleras enteras para poder llegar a Europa, sea al ofrecer cursos gratuitos de castellano para personas migradas sin recursos económicos. Ojalá que en todas estas acciones voluntarias, maravillosas, colocáramos nuestras alarmas y nos preguntáramos, en todo momento: ¿Estoy relacionándome horizontalmente con estas personas?


Todas estas líneas, se las debo a muchas personas de Melilla a las que fui con intención de “ayudar”, pero que a través de sonrisas y lágrimas acabaron ayudándome a mí. Un abrazo enorme, a todas las personas, mayoritariamente mujeres, que se dedican altruista y horizontalmente a acompañar a personas que los están pasando fatal. Muchas veces pienso, seriamente, qué habría sido de mí si no hubiera conocido a tantas personas dignas de tan “blanco corazón”, como dicen los Harraga melillenses.


Termino con estas letras tan bonitas del libro de Eduardo Galeano que me recuerdan a otra famosa frase de “Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”:


“Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.

Y a la vuelta, contó.

Dijo que había contemplado, desde allá arriba,

la vida humana.

Y dijo que somos un mar de fueguitos.

- El mundo es eso - reveló -.

Un montón de gente, un mar de fueguitos.

Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.


No hay dos fuegos iguales.

Hay fuegos grandes y fuegos chicos

y fuegos de todos los colores.

Hay gente de fuego sereno que ni se entera del viento,

y gente de fuego loco que llena el aire de chispas.

Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman;

pero otros, otros arden la vida con tantas ganas

que no se puede mirarlos sin parpadear”.


Eduardo Galeano, El libro de los abrazos


Por Aritz Ibañez Fernandez

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